María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo,
exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?
Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno.
Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor".
María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora.
En adelante todas las generaciones me llamarán feliz".
Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:
¡su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en generación
sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor,
acordándose de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abraham y de su descendencia para siempre".
María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
San Juan Damasceno (c. 675-749), monje, teólogo, doctor de la Iglesia
Homilía 1 sobre la Dormición, 11-14
Los apóstoles han llevado a tu cuerpo sin mancha, tú, el arca de la verdadera alianza, y lo han depositado en su santo sepulcro. Y allí, como si fuera otro Jordán, ha llegado a la verdadera Tierra prometida, quiero decir a la «Jerusalén de arriba», madre de todos los creyentes (Gal 4,6), de la cual Dios es el arquitecto y constructor. Porque tu alma, seguramente, «no ha descendido al lugar de los muertos, sino que tu carne misma no ha conocido la corrupción» (Sl 15,10; He 2,31). Tu cuerpo purísimo, sin mancilla, no ha sido abandonado a la tierra, sino que te lo has llevado a la mansión del Reino de los Cielos, tú, la reina, la soberana, la señora, la Madre de Dios, la verdadera Theotokos...
Hoy nos acercamos a ti, nuestra reina, Madre de Dios y Virgen; giramos nuestras almas hacia ti que eres la esperanza para nosotros... Queremos honorarte con «salmos, himnos y cánticos inspirados» (Ef 5,9). Honorando a la sierva, manifestamos nuestro afecto a nuestro Maestro común... Pon tu mirada sobre nosotros, oh reina, madre de nuestro Soberano; guía nuestro camino hasta el puerto sin tempestad del buen deseo de Dios.
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