Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles:
Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé,
Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote,
Judas, hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón,
para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados;
y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo
Contra Celso, I, 62
Pablo también manifiesta este poder cuando escribe: «Mi palabra y mi mensaje no tenían nada de un persuasivo discurso de sabiduría, era la demostración del Espíritu y del poder de Dios » (1 Co 2:4). Es lo que dijeron los profetas, cuando anunciaron anticipadamente la predicación del Evangelio: «El Señor dará su palabra a los mensajeros de la Buena Nueva con gran poder» afín de que «su palabra corra a toda prisa» (Ps 67:12; 147:15). Y de hecho, vemos que«la voz» de los apóstoles de Jesús resuena en toda la tierra y sus palabras hasta los confines de la tierra» (Ps 18:5;Rm 10:18). Por esa razón los que escuchen la palabra de Dios anunciada con poder se llenan ellos mismos de ese poder; lo manifiestan por su conducta y por la lucha por la verdad hasta la muerte.
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