Tal como nos dice el padre Angel Peña, O.P., y destacando que la beata nunca estuvo físicamente en dichos lugares, “Para comprobar la autenticidad esencial de las visiones de Ana Catalina, podemos poner como ejemplo el hallazgo de la casa de la Virgen en Éfeso. Según el relato escrito en “La vida de la Santísima Virgen María”, la casa de María se encuentra a unas tres horas de Éfeso sobre una colina situada a la izquierda de la carretera de Jerusalén. La montaña cae a pico hacia Éfeso que se divisa, viniendo del sudeste.
El 1891, el padre Jung, sacerdote lazarista, acompañado por otro hermano y dos laicos, se dirigieron hacia Éfeso, en Turquía, para estudiar la realidad del relato de acuerdo a la visión de Ana Catalina. Encontraron una capilla en ruinas que eran los restos de un modesto y antiguo santuario que la tradición local llamaba Panaghia Kapulu (puerta o Casa de la Santísima). Ese sería el lugar donde vivió la Santísima Virgen en Éfeso los últimos años de su vida. Y los fieles ortodoxos acuden a él anualmente el día de la Asunción, en peregrinación.
Las coincidencias entre el relato de Brentano y la realidad eran tan grandes que se hicieron excavaciones arqueológicas en 1892, sacando a luz los cimientos de una casita edificada entre los siglos I y II y cuyo plano corresponde a lo que indica Ana Catalina como vivienda de María. La noticia se extendió rápidamente y, ya en 1896, acudieron un millón de fieles en peregrinación.”
En sus visiones sobre La Pasión nos relata, visto en primera persona por ella, todo lo que aconteció en la Última Cena, y tiene detalles muy importantes para aclarar un aspecto de la misma que se presenta en la actualidad por múltiples vías de forma poco realista para avalar múltiples posiciones, sobre todo litúrgicas.
Hoy en día es frecuente ver y oír como se presenta la Última Cena como si fuera un acontecimiento informal, una reunión de amigos, una explosión de alegría desarrollada en un ambiente cuasi festivo de exaltación de la amistad. Esta celebración de alegría informal, según dicen, habría sido bien recogida por la liturgia de los primeros cristianos para posteriormente, a raíz de Trento, ser “adornada” de solemnidad, misterio, recogimiento, boato y espíritu sacrificial únicamente con el fin de contrarrestar los excesos protestantes, lo cual habría oscurecido durante siglos la verdadera liturgia.
Sin embargo, como decía el profesor Amerio, nada más lejos de lo ocurrido, “En realidad la Ultima Cena fue un acto supremo de amor divino, pero fue un evento trágico. Se desenvolvió en el presentimiento del deicidio, en la sombra de la traición, en el espanto de los discípulos, inseguros de su propia fidelidad al Maestro, en el temor previo al sudor de sangre de Getsemaní. El arte cristiano ha representado siempre la Ultima Cena como un evento trágico, y no como un convite divertido”.
Y así lo atestiguan las visiones de Catalinna Emmerich. El ambiente de la misma no parecía precisamente una alegre reunión. Durante la Cena “al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico y les dijo: Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa” y amenazó sin decir el nombre al traidor “Jesús añadió: “El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido“.
En la misma había en todo momento un aire de solemnidad, o sea nada cotidiano: “De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad”. La predicación no fue únicamente sobre la amistad, sino “sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación”.Los Apóstoles lejos de entregarse a una alegra cena de amistad, comprendían perfectamente lo que estaba pasando y, dice la beata, “vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían”.
Cuando llegó el sagrado momento de la institución del Sacramento del Altar, “El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa.”
De otra parte, el “cutrismo” litúrgico, que suele usar vestimentas y cálices “pobres”, sin adornos de ningún tipo, supuestamente más acordes con el cristianismo primitivo, no parece que fuera lo que vio la beata: “El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de Verónica [para la Última Cena], es un vaso maravilloso y misterioso. Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado” y nos atestigua además que “había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas”.
Estábamos pues ante un acontecimiento lleno de solemnidad, donde se uso el cáliz que solía usar Jesucristo, un cáliz especial, un vaso maravilloso lleno de misterio, un objeto precioso, y todo ello envuelto en un ambiente serio, de misterio, envuelto en el arrepentimiento de los pecados personales, al punto que la beata nos dice como conclusión “lo que sé es que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa.”.
Recordemos que en época de la beata la Misa se celebraba como la forma extraordinaria hoy, es decir con todo el ritualismo, misterio y solemnidad del milenario rito que es lo más alejado que podamos imaginar a la “imagen” de una alegre “cena”. Todo ello lo refrenda nuevamente en su relato de la subida al monte de los olivos donde nos cuenta“Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús”
Y respecto a la Sagrada Comunión, nos dice la beata:“Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso.”. Esta narración de los hechos parece sugerir claramente una comunión directa de los Apóstoles en la boca, con efectos claramente sobrenaturales pues “entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente” lo cual es la antítesis de presentar la comunión de los apóstoles como si comieran un pan más, un alimento. Lo que sucedió es muy ajeno a ese espíritu sino que fue un ambiente sobrenatural de misterio y reverencia.
¿Se puede deducir de todo esto que esta comunión fue dada directamente en la boca? Pues es perfectamente posible y parece sugerirse. De hecho, como nos explica Mons. Schneider, aparte del propio relato de la beata, no es para nada desdeñable la idea: “Es posible suponer que Cristo, durante la Última Cena, haya dado el pan a cada Apóstol directamente en la boca y no sólo a Judas. Efectivamente existía una práctica tradicional en el ambiente del Medio Oriente en el tiempo de Jesús y que aún ser conserva en nuestros días: el anfitrión nutre a sus huéspedes con su propia mano, poniendo en su boca un pedazo simbólico del alimento”.
El capítulo posterior donde nos narra los acontecimientos en el huerto de los olivos no puede más que dejar acongojado a cualquier católico de buena voluntad por el absoluto realismo con el que describe como parte del sufrimiento que hizo sudar sangra a Jesús fue por la visión de los pecados futuros de los cristianos, especialmente los cometidos contra la Santísima Eucaristía, es un episodio que merece la pena ser leído por que describe proféticamente casi milimétricamente lo que desgraciadamente vivimos hoy en día:
“Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.…
En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba.
Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior.
Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.”
No nos dejemos pues influir por ese espíritu que desvirtuá la Última Cena para justificar la mundanalización y desacralización de la sagrada liturgia, el culto y la reverencia debida al Santísimo Sacramento y que tanto hizo sufrir a Nuestro Señor en el huerto de los olivos. No, no se pareció a una alegre cena de amigos informal, sino “que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa”.
Beata Anna Catalina Emmerich.
Fray Guzmán
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