LA AMARGA PASION DE CRISTO
LA NOCHE DE LA RESURRECCION
La noche de la Resurrección
Poco después vi el sepulcro de Nuestro Señor; todo estaba silencioso alrededor. Seis soldados montaban guardia de pie o sentados. Casio estaba entre ellos. Parecía hallarse en profunda meditación y como a la espera de un gran acontecimiento. Vi el sagrado cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre dos ángeles que continuamente lo adoraban, uno a la cabeza y otro a los pies de Jesús, desde que había sido puesto en el sepulcro. Estos ángeles, por su postura y el modo de cruzar sus brazos sobre el pecho, me recordaron los querubines del Arca de la Alianza, mas no les vi las alas. Todo el santo sepulcro me recordaba muchas veces el Arca de la Alianza en diversas épocas de su historia. Es posible que Casio percibiera la luz y la presencia de los ángeles, pues permanecía en contemplación delante de la puerta del sepulcro como el que adora al Santísimo Sacramento.
A continuación, vi el alma de Nuestro Señor, acompañada de las almas de los patriarcas, entrar en el sepulcro a través de la piedra, y mostrarles todas las heridas de su sagrado cuerpo. La mortaja pareció abrirse y el cuerpo apareció a sus ojos cubierto de llagas. Era como si la divinidad que habitaba en Él hubiese mostrado a esas almas de un modo misterioso toda la esencia de su martirio. Me pareció que su cuerpo mortal se hacía transparente y se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas que lo acompañaban estaban sobrecogidas y llenas de tristeza y de una ardiente compasión.
En seguida tuve una misteriosa visión que no puedo explicar ni describir claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente unida a su cuerpo, salía del sepulcro en Él y con Él. Me pareció ver a los dos ángeles en adoración a ambos extremos del sepulcro, levantar el sagrado cuerpo, desnudo, cubierto de heridas, e irse hacia el cielo atravesando la piedra de la entrada. Me pareció que Jesús presentaba su cuerpo, marcado con los estigmas de la Pasión, ante su Padre Celestial, sentado en un trono, en medio de los coros innumerables de ángeles prosternados.
En ese momento, en el sepulcro, la roca fue violentamente sacudida: cuatro de los guardias habían ido a por algo a la ciudad, pero los tres que habían quedado de guardia, cayeron al suelo casi sin conocimiento. Lo atribuyeron a un temblor de tierra, pero Casio, que presentía que iba a ocurrir algo portentoso, estaba sobrecogido. Sin embargo, se quedó en su sitio, esperando lo que tuviera que venir. Mientras tanto, los soldados ausentes volvieron.
Vi de nuevo a las santas mujeres que habían acabado de preparar sus perfumes y se habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir, simplemente se recostaron sobre los cobertores enrollados.
Querían ir al sepulcro antes de amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús. Pero la Santísima Virgen, animada de un nuevo valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó diciéndoles que podían reposar e ir al sepulcro sin temor, porque ningún mal iba a sucederles y entonces ellas se tranquilizaron un poco.
En ese mismo instante me pareció que una forma monstruosa, con cola de serpiente y una cabeza de dragón, salía de la tierra debajo de la peña, y que se levantaba contra Jesús. Creo que también tenía una cabeza humana. Vi que en la mano del Resucitado ondeaba un estandarte. Jesús pisó la cabeza del dragón y le pegó tres golpes en la cola con el palo de su bandera. Desapareció primero el cuerpo, después la cabeza del dragón y quedó sólo la cabeza humana. Yo había visto muchas veces esta misma visión antes de la Resurrección y una serpiente igual a la que estaba emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó también la serpiente del Paraíso, pero ésta todavía era más horrorosa. Creo que era una alegoría de la profecía: «El hijo de la mujer romperá la cabeza de la serpiente», y me pareció un símbolo de la victoria sobre la muerte, pues cuando Nuestro Señor aplastó la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús, resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló. Uno de los ángeles guerreros, se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo, apartó la piedra que cubría la entrada y se sentó sobre ella. Los soldados cayeron como muertos y permanecieron tendidos en el suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, tocó los lienzos vacíos y se fue con la intención de anunciar a Pilatos lo sucedido. Sin embargo, aguardó un poco, porque había sentido el terremoto y había visto al ángel apartar la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.
En el mismo instante en que el ángel entraba en el sepulcro y la tierra temblaba, vi a Nuestro Señor resucitado apareciéndose a su Madre en el Calvario; estaba hermoso y radiante. Su vestido, que parecía una capa, flotaba tras Él, y era de un blanco azulado, como el humo visto a la luz del sol. Sus heridas resplandecían, y se podía ver a través de los agujeros de las manos. Rayos luminosos salían de la punta de sus dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre, que se prosternó para besar sus pies, mas Él la levantó y desapareció. Se veían luces de antorchas a lo lejos, cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía hacia el oriente, encima de Jerusalén.
Las santas mujeres en el sepulcro
Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta de Nicodemo cuando Nuestro Señor resucitó, pero no vieron nada de los prodigios que habían acaecido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto allí una guardia, porque no habían ido la víspera a causa del sábado. Mientras se acercaban se preguntaban entre sí con inquietud: «¿Quién nos apartará la piedra de delante de la entrada?» Querían echar agua de nardo y aceite aromatizado con flores sobre el cuerpo de Jesús. Querían ofrecer a Nuestro Señor lo más precioso que pudieron encontrar para honrar su sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé. No la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, parienta de san José. Decidieron que, cuando llegaran, dejarían sus perfumes sobre una piedra y esperarían a que alguien llegara para apartarla.
Los guardias seguían tendidos en el suelo y las fuertes convulsiones que los sacudían demostraban cuán grande había sido su terror. La piedra estaba corrida hacia la derecha de la entrada, de modo que se podía penetrar en el sepulcro sin dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver a Jesús estaban sobre el sepulcro. La gran sábana estaba en su sitio, pero sin su cuerpo. Las vendas habían quedado sobre el borde anterior del sepulcro, las telas con que María había envuelto la cabeza de su Hijo estaban donde había reposado ésta. Vi a las santas mujeres acercarse al jardín, pero, cuando vieron las luces y los soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el jardín y Salomé la siguió a cierta distancia. Las otras dos, menos osadas, se quedaron en la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, se sintió sobrecogida y esperó a Salomé; las dos juntas pasaron temblorosas entre los soldados caídos en el suelo, y entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la piedra apartada de la entrada y cuando, llena de emoción, penetraron en el sepulcro, encontraron los lienzos vacíos. El sepulcro resplandecía y un ángel estaba sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel, mas salió perturbada del jardín y corrió rápidamente a la ciudad, donde se hallaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel habló luego a María Salomé, que se había quedado en la entrada del sepulcro; pero la vi salir también muy de prisa del jardín, detrás de Magdalena, y reunirse con las otras dos mujeres anunciándoles lo que había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar.
Casio, que había esperado un rato, pensando quizá que podía ver a Jesús, fue a contárselo todo a Pila-tos. Al salir se encontró con las santas mujeres, les contó lo que había visto y las exhortó a que fueran a asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron y entraron en el jardín. A la entrada del sepulcro, vieron a dos ángeles vestidos de blanco. Las mujeres se asustaron, se cubrieron los ojos con las manos y se postraron en el suelo. Pero uno de los ángeles les dijo que no tuvieran miedo y que no buscaran allí al Crucificado porque había resucitado y estaba vivo. Les mostró el sudario vacío y las mandó decir a los discípulos lo que habían visto y oído, añadiendo que Jesús les precedería en Galilea y que recordaran sus palabras: «El Hijo del Hombre será entregado a manos de los pecadores, que lo crucificarán, pero Él resucitara al tercer día.» Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres temblando, pero llenas de gozo, se volvieron hacia la ciudad. Estaban sobrecogidas y emocionadas; no se apresuraban sino que se paraban de vez en cuando para mirar si veían a Nuestro Señor, o si Magdalena volvía.
Mientras tanto, Magdalena había llegado ya al cenáculo; estaba fuera de sí y llamó a la puerta con fuerza. Algunos discípulos estaban todavía acostados. Pedro y Juan le abrieron. Magdalena les dijo desde fuera: «Se han llevado el cuerpo de Nuestro Señor y no sabemos adónde lo han llevado.» Después de estas palabras se volvió corriendo al jardín. Pedro y Juan entraron alarmados en la casa y dijeron algunas palabras a los otros discípulos. Después la siguieron corriendo; Juan iba más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el jardín y se dirigió al sepulcro. Llegaba trastornada por su viaje y su dolor, cubierta de rocío, con el manto caído y sus hombros y largos cabellos sueltos y descubiertos. Como estaba sola, no se atrevió a bajar a la gruta, y se detuvo un instante en la entrada. Se arrodilló para mirar dentro del sepulcro desde allí y, al echar hacia atrás sus cabellos, que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados a ambos extremos del sepulcro, y oyó la voz de uno de ellos que decía: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella gritó en medio de su dolor, pues no repetía más que una cosa y no tenía más que un pensamiento al saber que el cuerpo de Jesús no estaba allí: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.» Después de estas palabras, se levantó y se puso a buscar frenéticamente aquí y allá; le parecía que iba a encontrar a Jesús; presentía confusamente que estaba cerca de ella y la aparición de los ángeles no podía distraerla de ese pensamiento. Parecía que no se diera cuenta de que eran ángeles y no podía pensar más que en Jesús: «Jesús no está allí, ¿dónde está Jesús?» La vi moverse de un lado a otro como una persona que ha perdido la razón.
El cabello le caía por ambos lados sobre la cara; se lo recogió con las manos, echándolo hacia atrás y entonces, a diez pasos del sepulcro, hacia el oriente, en el sitio donde el jardín sube hacia la ciudad, vio aparecer una figura vestida de blanco, entre los arbustos, a la luz del crepúsculo, y corriendo hacia él oyó que le dirigía estas palabras: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella creyó que era el jardinero y, en efecto, el que hablaba tenía una azada en la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al jardinero de la parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania, poco antes de su Pasión. No resplandecía sino que era simplemente como un hombre vestido de blanco visto a la luz del crepúsculo. El hombre le hizo una nueva pregunta: «Por qué lloras?» Y entonces ella, en medio de sus lágrimas respondió: «Porque han llevado a mi Señor y no sé adónde. Si lo has visto, dime dónde está y yo iré por él.» Y volvió a dirigir la vista frenéticamente a su alrededor. Entonces Jesús le dijo con su voz de siempre: «¡Magdalena!» Y ella, reconociendo su voz y olvidando crucifixión, muerte y sepultura, como si siguiera vivo, dijo volviéndose de golpe hacia Él: «¡Rabí!», y se postró de rodillas ante Él, extendiendo sus brazos hacia los pies de Jesús. Mas El, deteniéndola, le dijo: «No me toques, pues aún no he subido hasta mi Padre. Ve a decirles a mis hermanos que subo hacia mi Padre y Vuestro Padre, hacia mi Dios y el Vuestro.» Y desapareció.
Jesús le dijo «no me toques» a causa de la impetuosidad de ella, que pensaba que Él vivía la misma vida de antes. En cuanto a las palabras «Aún no he subido a mi Padre» quería expresar que aún no había dado las gracias por la obra de la Redención a su Padre, a quien pertenecen las primicias de la alegría. En cambio ella, en el ímpetu de su amor, ni siquiera se daba cuenta de las cosas grandes que habían pasado, y lo único que quería era poderle besar, como antes, los pies. Después de un momento de perturbación, Magdalena se levantó y corrió otra vez al sepulcro. Allí vio de nuevo a los ángeles, que le repitieron las palabras que habían dicho a las otras mujeres. Entonces, segura del milagro, se fue a buscar las santas mujeres, y las encontró en el camino que conduce al Gólgota.
Toda esta escena no duró más de dos o tres minutos. Eran las dos y media cuando Nuestro Señor se había aparecido a Magdalena, y Juan y Pedro llegaban al jardín justo cuando ella acababa de irse. Juan entró el primero, y se detuvo a la entrada del sepulcro, miró por la piedra apartada y vio el sepulcro vacío. Después llegó Pedro y entró en la gruta, donde vio los lienzos doblados. Juan le siguió e inmediatamente creyó que había resucitado, y ambos comprendieron claramente todas las palabras que les había dicho. Pedro escondió los lienzos bajo su manto y volvieron corriendo. Los dos ángeles seguían allí pero me parece que Pedro no los vio. Juan dijo más tarde a los discípulos de Emaús que había visto desde fuera a un ángel.
En ese momento, los guardias revivieron, se levantaron y recogieron sus picas y faroles. Estaban aterrorizados. Los vi correr hasta llegar a las puertas de la ciudad.
Mientras tanto, Magdalena contó a las santas mujeres que había visto a Nuestro Señor, y lo que los ángeles le habían dicho. Magdalena se volvió entonces a Jerusalén y las mujeres se dirigieron al jardín pensando encontrar allí a los dos apóstoles. Cuando ya estaban cerca, Jesús se les apareció, vestido de blanco, y les dijo: «Yo os saludo.» Ellas se echaron a sus pies, anonadadas. Él les dijo algunas palabras y parecía indicarles algo con la mano, luego desapareció. Entonces estas mujeres corrieron al cenáculo y contaron a los discípulos que allí habían quedado, lo que habían visto. Estos no querían creerlas ni a ellas ni a Magdalena, y calificaban todo lo que les decían de sueños de mujeres, hasta que volvieron Pedro y Juan. Al regresar, éstos se habían encontrado también con Santiago el Menor y Tadeo, que los habían seguido y estaban muy conmovidos, pues Nuestro Señor se les había aparecido también a ellos cerca del cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y de Juan, y me parece que Pedro lo vio, pues me pareció que sentía un súbito sobrecogimiento. No sé si Juan lo reconoció.
Relato hecho por los guardias del sepulcro
Casio fue a ver a Pilatos una hora después de la Resurrección. El gobernador romano estaba aún acostado cuando Casio entró. Éste le contó con gran emoción todo lo que había visto, le habló del temblor de la peña, de la piedra apartada por un ángel y de los lienzos que se habían quedado vacíos; añadió que Jesús era ciertamente el Mesías, el Hijo de Dios, y que había las almas que los habían habitado, para volverlos a dejar luego en la tierra, hasta que resuciten como todos nosotros el día del Juicio Final. Ninguno de ellos resucitó como Lázaro, que volvió verdaderamente a la vida y que murió una segunda vez.
Fin de estas meditaciones de Cuaresma
El domingo siguiente, si bien recuerdo, vi a los judíos lavar y purificar el Templo. Ofrecieron sacrificios expiatorios, sacaron los escombros, escondieron las señales del terremoto con tablas y alfombras y continuaron las ceremonias de la Pascua que no se había podido acabar el mismo día. Declararon que la fiesta se había interrumpido por la asistencia de los impuros al sacrificio y aplicaron, no sé cómo, a lo que había pasado, una visión de Ezequiel sobre la resurrección de los muertos. Además, amenazaron con graves castigos a los que hablaran o murmuraran; sin embargo, no calmaron más que la parte del pueblo más ignorante y más inmoral. Los mejores se convirtieron, primero en secreto, y después de Pentecostés, abiertamente. El Sumo Sacerdote y sus acólitos perdieron una gran parte de su osadía al ver la rápida propagación de la doctrina de Jesús. En el tiempo del diaconado de san Esteban, Ofel y la parte oriental de Sión no podían contener la comunidad cristiana, que fueron ocupando el espacio que se extiende desde la ciudad hasta Betania.
Vi a Anás como poseído del demonio; él fue al final confinado y nunca volvió a ser visto públicamente. La locura de Caifás era menos evidente exteriormente, pero en cambio, tal era la violencia de la rabia secreta que lo devoraba, que acabó perturbando su razón.
El jueves después de Pascua, vi a Pilatos hacer buscar inútilmente a su mujer por toda la ciudad. Estaba escondida en casa de Lázaro, en Jerusalén. No lo podían adivinar, pues ninguna mujer habitaba en aquella casa. Esteban le llevaba comida y le contaba lo que sucedía en la ciudad. Esteban era primo de san Pablo.
El día después de la Pascua, Simón el Cireneo fue a ver a los apóstoles y les pidió ser instruido y bautizado por ellos.
Aquí se acaba la relación de estas visiones, que abarcan desde el 18 de febrero hasta el 6 de abril de 1823.
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