Solemindad de la Natividad de san Juan Bautista
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.
Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre;
pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran.
Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados.
Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea.
Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Sermón 289, 3º para la Natividad de san Juan Bautista
Para que el hombre aprenda a humillarse, Juan nació el día a partir del cual los días comienzan a disminuir; para mostrarnos que Dios debe ser exaltado, Jesucristo nació el día en que los días comienzan a crecer. Aquí hay una enseñanza profundamente misteriosa. Celebramos la natividad de Juan como la de Cristo, porque esta natividad está llena de misterio. ¿De qué misterio? Del misterio de nuestra grandeza. Disminuyamos nosotros mismos, para crecer en Dios; humillémonos en nuestra bajeza, para ser exaltados en su grandeza.
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