Después Jesús partió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quiso que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer oculto.
En seguida una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de él y fue a postrarse a sus pies.
Esta mujer, que era pagana y de origen sirofenicio, le pidió que expulsara de su hija al demonio.
El le respondió: "Deja que antes se sacien los hijos; no está bien tomar el pan de los hijos para tirárselo a los cachorros".
Pero ella le respondió: "Es verdad, Señor, pero los cachorros, debajo de la mesa, comen las migajas que dejan caer los hijos".
Entonces él le dijo: "A causa de lo que has dicho, puedes irte: el demonio ha salido de tu hija".
Ella regresó a su casa y encontró a la niña acostada en la cama y liberada del demonio.
Leer el comentario del Evangelio por
Guigo el Cartujo (¿-1188), prior de la Gran Cartuja
Carta sobre la vida contemplativa, 6-7
«No pido esto, Señor, en razón de mis méritos propios, sino por tu misericordia. Confieso, en efecto, que soy pecador e indigno, pero también 'los perritos comen las migas que caen de la mesa de sus amos'. Dame, Señor, las prendas de la futura herencia, una gota al menos de la lluvia celestial para refrescar mi sed, porque ardo en amor»...
Con estas palabras ardientes el alma llama a su Esposo. Y el Señor que mira a los justos y que no solamente escucha su oración, sino que está presente en ella, no espera a que termine. La interrumpe a la mitad de su camino; se presenta inesperadamente, se apresura al encuentro del alma que lo desea, emanando del dulce rocío del cielo como del perfume más precioso. Él recrea al alma fatigada, nutre a la que tiene hambre, fortalece su fragilidad, la vivifica mortificándola con un dulce olvido de ella misma, y la hace sobria embriagándola.
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