Para cada día del mes de mayo.
Dulcísima Madre mía, aquí estoy sobre tu regazo materno; esta hija tuya ya no puede estar sin ti; Madre mía, el dulce encanto del niño celestial que ahora estrechas entre tus brazos y que de rodillas adoras y amas en el pesebre, me extasía, pensando que la dichosa suerte y el mismo pequeño Rey Jesús no son más que frutos y dulces y preciosas prendas del Fiat Divino que extendió en ti su Reino. ¡Oh, Madre, dame tu palabra de que harás uso de tu potencia para formar en mí el Reino de la Divina Voluntad!
Lección de mi Madre Celestial:
Querida hija mía, que contenta estoy de tenerte cerca de mí para poder enseñarte cómo en todas las cosas se puede extender el Reino de la Divina Voluntad. Todas las cruces, los dolores y las humillaciones revestidas por la vida del Fiat Divino son como materia prima en sus manos con la cual se puede alimentar su Reino y extenderlo siempre más.
Por eso, préstame atención y escucha a tu Madre. Yo seguía viviendo en la gruta de Belén con Jesús y el querido San José. ¡Qué felices éramos! Aquella gruta, estando en ella el infante divino y la Divina Voluntad operante en nosotros, se había transformado en un paraíso. Es cierto que penas y lágrimas no nos faltaban, pero en comparación con los mares inmensos de alegría, de felicidad, de luz que el Fiat Divino hacía surgir en cada uno de nuestros actos, eran apenas unas cuantas gotitas arrojadas en estos mares. Y además la dulce y amable presencia de mi querido Hijo era una de las cosas que más feliz me hacía.
Querida hija mía, tú debes saber que al octavo día de haber nacido el niño celestial a la luz del sol, el Fiat Divino sonó la hora del dolor mandándonos circuncidar a nuestro Hijito. Era un corte dolorosísimo al que tenía que someterse el pequeño Jesús, pues la ley de aquellos tiempos imponía que todos los primogénitos se sometieran a este doloroso corte. Se le puede llamar ley del pecado, pero mi Hijo era inocente y su ley era la ley del amor; sin embargo, como vino a encontrar no al hombre rey sino al hombre degradado, quiso degradarse y someterse a la ley, para hacerse hermano suyo y elevarlo.
Hija mía, San José y yo, sentimos un estremecimiento de dolor, pero impávidos y sin vacilar llamamos al ministro y se le hizo la circuncisión con un corte dolorosísimo. El niño Jesús lloraba por el dolor y se arrojó a mis brazos pidiéndome ayuda. San José y yo mezclamos nuestras lágrimas con las suyas; se recogió la sangre que derramó por primera vez por amor de las criaturas y se le puso el Nombre de Jesús, Nombre potente, que habría de hacer temblar cielos y tierra y hasta al mismo infierno; Nombre que habría de ser bálsamo, defensa y ayuda para todos los corazones.
Este corte fue la imagen del cruel corte que el hombre le hizo a su alma haciendo su voluntad; mi querido Hijo quiso ser circuncidado para sanar este duro corte hecho por las voluntades humanas, para sanar con su sangre las heridas hechas por tantos pecados que el veneno de la voluntad humana ha producido en las criaturas. De manera que cada acto de voluntad humana es un corte que se hace y una llaga que se abre; y el niño celestial preparaba con su dolorosa circuncisión el remedio para todas las heridas producidas por la voluntad humana.
Hija mía, otra sorpresa: una nueva estrella resplandece bajo la bóveda del cielo y con su luz va buscando adoradores para conducirlos a que reconozcan y adoren al niñito Jesús; tres personajes, el uno lejano del otro, quedan tocados, e iluminados por una luz suprema y siguen la estrella que los conducirá a la gruta de Belén a los pies del niñito Jesús.
Pero, ¿cuál no fue la sorpresa de estos Reyes Magos al reconocer en el divino infante al Rey del Cielo y de la Tierra, a aquél que venía a amar y a salvar a todos? Porque en el acto en que los magos lo adoraban extasiados por su belleza celestial, el recién nacido niño hizo que se transparentara su Divinidad fuera de su pequeña humanidad. Y yo, poniendo en ejercicio mi oficio de Madre, les hablé largamente de la venida del Verbo y fortifiqué en ellos la fe, la esperanza y la caridad, símbolo de los dones que le ofrecieron a Jesús. Después de todo esto, llenos de alegría, regresaron a sus lugares de origen, para ser los primeros propagadores del nacimiento del Salvador.
Querida hija mía, no te separes de mí, sígueme a todos lados. Están por cumplirse los cuarenta días de haber nacido el pequeño Rey Jesús y el Fiat Divino nos llama al templo para cumplir la ley de la presentación de mi Hijo. Era la primera vez que salía en compañía de mi dulce niño. Una vena de dolor se abrió en mi Corazón: ¡Iba a ofrecerle víctima por la salvación de todos! Así que fuimos al templo y entrando, lo primero que hicimos fue adorar a la Majestad Suprema; después llamamos al sacerdote y poniéndolo entre sus brazos hice el ofrecimiento del niño celestial al Padre Eterno ofreciéndole en sacrificio por la salvación de todos. Cuando lo puse en sus brazos el sacerdote reconoció que era el Verbo Divino y exultó de una alegría inmensa. Después del ofrecimiento me profetizó todos mis dolores. ¡Oh, cómo el Fiat Supremo hizo vibrar intensamente mi Corazón materno con el eco de su voz que me anunciaba la fatal tragedia de todas las penas que debía sufrir mi pequeño Hijo! Pero lo que más traspasó mi Corazón fueron aquellas palabras que me dijo el Santo Profeta: « Este querido niño será la salvación y la ruina de muchos; blanco de las contradicciones. »
Si la Divina Voluntad no me hubiera sostenido habría muerto al instante de puro dolor. Sin embargo me dio vida y se sirvió de todo aquello para formar en mí el Reino de los dolores en el Reino de su misma Voluntad. De manera que junto con el derecho de Madre que ya tenía sobre todos, adquirí el derecho de ser Madre y Reina de todos los dolores. ¡Ah, sí! Con mis dolores pude adquirir la moneda que se necesitaba para pagar las deudas de mis hijos, incluyendo las de los que me son ingratos.
Hija mía, tú debes saber que en la luz de la Divina Voluntad yo ya conocía todos los dolores que debía padecer y hasta más de los que me dijo el santo profeta, pero en aquel acto tan solemne de ofrecer a mi Hijo, al volverlos a escuchar, me sentí de tal manera traspasada, que me sangró el Corazón y se abrieron profundas heridas en mi alma.
Y ahora, escucha a tu Madre; en tus penas, en los encuentros dolorosos que no te faltan, nunca te vayas a desanimar, con heroico amor, haz que la Divina Voluntad tome su trono real en tus penas, para que te las convierta en monedas de infinito valor, con las cuales podrás pagar las deudas de tus hermanos, para rescatarlos de la esclavitud de la voluntad humana y hacer que entren de nuevo en el Reino del Fiat Divino como hijos libres.
El alma:
Madre Santa, pongo todas mis penas en tu Corazón traspasado, tú sabes cuánto traspasan mi corazón. Ah, Madre mía, ayúdame y derrama en mi corazón el bálsamo de tus dolores, para que a mí también me toque tu misma suerte y pueda servirme de mis penas como de monedas con las cuales poder conquistar el Reino de la Divina Voluntad.
Propósito:
Para honrarme este día, vendrás a mis brazos, para que derrame en ti la sangre que el niño celestial derramó por primera vez, para sanarte las heridas que te ha hecho tu voluntad humana; me ofrecerás también tres actos de amor para mitigar el dolor atroz que le causó la herida al niño Jesús.
Jaculatoria:
« Madre mía, derrama tu dolor en mi alma y convierte todas mis penas en Voluntad de Dios. »
MEDITACION VIGESIMO TERCER DIA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario